Cuenta Anthony de Mello una fábula que me gustaría comentar a mis lectores. Dice así: «Durante años fui un neurótico. Era un ser oprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no me convencía la necesidad de hacerlo por mucho que lo intentara.
Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara. Y también con él estaba de acuerdo, aunque tampoco podía ofenderme con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.
Pero un día mi amigo me dijo: “No cambies. Sigue siendo tal y como eres. En realidad, no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte.”
Aquellas palabras sonaron en mis oídos como una música: “No cambies, no cambies, te quiero.” Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.».
Supongo que habrá algunos lectores que no estén del todo de acuerdo con esta fábula y que hubieran preferido que el consejo de mi amigo fuera un poco diferente: «Harías bien en tratar de cambiar por tu propio bien, pero lo importante es que sepas que yo te quiero. Como eres o como puedes llegar a ser.» Pero lo que me parece claro es que, en todo caso, lo sustancial de la fábula dice: nadie es capaz de cambiar si no se siente querido, si no experimenta una razón «positiva» para cambiar, si no tiene a interior suficiente para subirse por encima de sus fallos.
Temo que esta elemental norma pedagógica y humana sea desconocida por muchísimas personas. Tal vez por eso el primer consejo que doy siempre a los padres que me cuentan problemas de sus hijos sea éste: De momento, quiérele, quiérele ahora más que nunca. No le eches en cara sus defectos, que él ya conoce. Quiérele. Confía en él. Hazle comprender que le quieres y le querrás siempre, con defectos o sin ellos. Él debe saber que, haga lo que haga, no perderá tu amor. Eso, lejos de empujarle al mal, le dará fuerza para sentirse hombre. Con reproches lo más probable es que multipliques su amargura y le hagas encastillarse en sus defectos. Él debe conocer que esos fallos suyos te hacen sufrir. Pero debe saber también que tú le amas lo suficiente como para sufrir por él todo lo que sea necesario.
Y nunca le pases factura por ese amor. Tú lo haces porque es tu deber, porque eres padre o madre, no como un gesto de magnanimidad. Y cuando te canses -porque también te cansarás de perdonar por mucho que le quieras-, acuérdate alguna vez de que también Dios nos quiere como somos y tiene con nosotros mucha más paciencia que nosotros con los nuestros.
Pero, ¿y si la técnica del amor termina fallando porque también la ingratitud es parte de la condición humana? Al menos habremos cumplido con nuestro deber y habremos aportado lo mejor de nosotros. En todo caso, es seguro que un poco de amor vale mucho más que mil reproches.
Del libro “Razones para el amor” José Luis Martín Descalzo
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