Soñé, a lo largo de mi vida, muchas cosas. Ahora sé que sólo salvaré mi existencia amando; que los únicos trozos de mi alma que habrán estado verdaderamente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien. ¡Y he tardado cincuenta y tantos años en descubrirlo! Durante mucho tiempo pensé que mi «fruto» seria dejar -muchos libros escritos, muchos premios conseguidos. Ahora sé que mis únicas líneas dignas de contar fueron las que sirvieron a alguien para algo, para ser feliz, para entender mejor el mundo, para enfrentar la vida con mayor coraje. Al fin de tan- tas vueltas y revueltas, termino comprendiendo lo que ya sabía cuando aún apenas si sabía andar.
Dejadme que os lo cuente: si retrocedo en mis recuerdos y busco el más antiguo de mi vida, me veo a mí mismo -¿con dos años, con tres?- corriendo por la vieja galería de -mi casa de niño. Era una galería soleada, abierta sobre el patio de mis juegos infantiles. Y que veo a mí mismo corriendo por ella y arrastrando una manta, con la que tropezaba y sobre la que me caía.
«Manta, mama, manta», dicen que decía. Y es que mi madre estaba enferma y el crío que yo era pensaba que todas las enfermedades se curan arropando al enfermo. Y allí estaba yo, casi sin saber andar, arrastrando aquella manta absolutamente inútil e innecesaria, pero intuyendo quizá que la ayuda que prestamos al prójimo no vale por la utilidad que presta, sino por el corazón que ponemos al hacerlo.
Me pregunto, cincuenta años después, si todo -nuestro oficio de hombres no será, en rigor, otro que el de arroparnos los unos a los otros frente al frío del tiempo. Por eso el niño que soy y fui ha escrito estas Razones. Si sirven para calentar el corazón de alguien, me sentiré feliz. Porque, entonces, sí que habré tenido razones para vivir.
Martín Descalzo
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