“Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas... ¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos».”
(Juan Pablo II, Mensaje para la II Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 3).
Cuando era estudiante en Roma, una persona me dijo: «Tu cualidad más grande es la de ser dinámico, y tu defecto más grande es el de ser 'agresivo'». En todo caso soy muy activo, soy un scout, capellán de los Rover, es un estímulo que cada día me impulsa: correr contra el reloj, tengo que hacer todo lo que me es posible para confirmar y desarrollar la Iglesia en mi diócesis de Nhatrang, antes de que vengan los días difíciles, cuando estemos bajo el comunismo.
En ocho años aumentó el número de 42 a 147 seminaristas mayores; y el de los menores de 200 a 500, en cuatro seminarios; formación permanente de los sacerdotes de seis diócesis de la Iglesia metropolitana de Hue; desarrollar e intensificar la formación de los nuevos movimientos de jóvenes, de laicos, de los consejos pastorales... amo mucho mi diócesis, Nhatrang.
Escoger a Dios y no las obras de Dios: Dios me quiere aquí y no en otra parte.
Y debo dejar todo para ir rápidamente a Saigón, siguiendo las órdenes del Papa Pablo VI, sin tener la oportunidad de decir adiós a todos aquellos a quienes estoy unido por el mismo ideal, con la misma determinación, compartiendo las mismas pruebas y los mismos gozos.
Aquella noche en que grabé mi voz para dar el último saludo a la diócesis, fue la única vez en ocho años en que lloré. ¡Y lloré amargamente!
Después, las tribulaciones en Saigón, el arresto; fui llevado nuevamente a mi primera diócesis de Nhatrang, al cautiverio más duro, no lejos del obispado. Mañana y tarde, en la oscuridad de mi celda, oigo las campanas de la catedral, donde pasé ocho años que me destrozan el corazón; por las noches oigo las olas del mar delante de mi celda.
Luego, en el fondo de un barco que llevaba 1,500 prisioneros hambrientos y desesperados. Y en el campo de reeducación de Vinh-Quang, en medio de otros prisioneros tristes y enfermos, en las montañas.
Sobre todo la larga tribulación de nueve años en aislamiento, sólo con dos guardias, una tortura mental, en el vacío absoluto, sin trabajo, caminando en la celda desde la mañana hasta las 9:30 de la noche para no ser destruido por la artrosis, al límite de la locura.
Muchas veces fui tentado, atormentado por el hecho de que tenía 48 años, edad de la madurez; había trabajado ocho años como obispo, habiendo adquirido mucha experiencia pastoral, ¡y ahora me encontraba aislado, inactivo, separado de mi pueblo, a 1,700 km de distancia!
Una noche, desde el fondo de mi corazón oí una voz que me sugería: «¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has realizado y deseas continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos... todo esto es una obra excelente, ¡son obras de Dios, pero no son Dios! ¡Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios lo hará infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras».
Había aprendido a hacer siempre la voluntad de Dios. Pero esta luz me da una fuerza nueva que cambia totalmente mi modo de pensar y que me ayuda a superar momentos de sufrimiento, humanamente imposibles de soportar.
A veces un programa bien desarrollado debe dejarse sin terminar; algunas actividades iniciadas con mucho entusiasmo quedan obstaculizadas; misiones de alto nivel se degradan hasta ser actividades menores. Quizá estés turbado o desanimado. Pero ¿me ha llamado a seguirlo a Él o a esta iniciativa o a aquella persona? Deja que el Señor actúe: Él resolverá todo y mejor.
Mientras me encuentro en la prisión de Phú-Khánh, en una celda sin ventana, hace muchísimo calor, me sofoco, siento disminuir mi lucidez poco a poco hasta la inconsciencia; a veces la luz permanece encendida día y noche; a veces siempre está oscuro; hay tanta humedad que crecen los hongos en mi lecho. En la oscuridad vi un agujero en la parte baja del muro —para hacer correr el agua—: así pasé más de cien días por tierra metiendo la nariz en este agujero para respirar. Cuando llovía, subía el nivel del agua, y entonces entraban por el agujero pequeños insectos, pequeñas ranas, lombrices y ciempiés entraban desde fuera; los dejaba entrar, ya no tenía fuerza para echarlos fuera.
Escoger a Dios y no las obras de Dios: Dios me quiere aquí y no en otra parte.
Cuando los comunistas me metieron en el fondo del barco Hâi-Pông con otros 1,500 prisioneros, para transportarnos al norte, viendo la desesperación, el odio, el deseo de venganza sobre las caras de los detenidos, compartí su sufrimiento, pero rápidamente me llamó otra vez esta voz: «escoge a Dios y no las obras de Dios», y yo me decía: «De veras, Señor, aquí está mi catedral, aquí está el pueblo de Dios que me has dado para que lo cuide. Debo asegurar la presencia de Dios en medio de estos hermanos desesperados, miserables. Es tu voluntad, entonces es mi elección».
Llegados a la montaña de Vinh-Phû, al campo de reeducación, donde hay 250 prisioneros, que en su mayoría no eran católicos, esa voz me llama de nuevo: «Escoge a Dios y no las obras de Dios». «Sí, Señor, tú me mandas aquí para ser tu amor en medio de mis hermanos, en el
hambre, en el frío, en el trabajo fatigoso, en la humillación, en la injusticia. Te elijo a ti, tu voluntad, soy tu misionero aquí».
Desde ese momento me llena una nueva paz y permanece en mí durante 13 años. Siento mi debilidad humana, renuevo esta elección ante las situaciones difíciles, y nunca me falta la paz.
Cuando digo: «Por Dios y por la Iglesia», me quedo en silencio en la presencia de Dios y me pregunto honestamente: «Señor, ¿trabajo sólo por ti? ¿Eres siempre el motivo esencial de todo lo que hago? Me avergonzaría admitir que tengo otros motivos más fuertes».
Escoger a Dios y no las obras de Dios.
Es una bella elección, pero difícil. Juan Pablo II los interpela a ustedes: «Queridísimos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él. No tengáis miedo de la 'vida nueva' que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica» (Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 3).
Juan Pablo II anima a los jóvenes mostrándoles el ejemplo de santa Teresa del Niño Jesús: «Recorred con ella el camino humilde y sencillo de la madurez cristiana, en la escuela del Evangelio. Permaneced con ella en el 'corazón' de la Iglesia, viviendo radicalmente la opción por Cristo» (Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 9).
El muchacho del Evangelio hizo esta opción ofreciendo todo: cinco panes y dos peces en las manos de Jesús, con confianza. Jesús hizo «las obras de Dios», dando de comer a 5,000 hombres y a las mujeres y a los niños.
Oración
Dios y su obra
Por tu amor infinito, Señor, me has llamado a seguirte, a ser tu hijo y tu discípulo.
Luego me has confiado una misión que no se asemeja a ninguna otra, pero con los mismos objetivos de las demás: ser tu apóstol y testigo.
Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que continúo confundiendo dos realidades: Dios y sus obras.
Dios me ha dado la tarea de sus obras.
Algunas sublimes, otras más modestas;
algunas nobles, otras más ordinarias.
Comprometido en la pastoral en la parroquia, entre los jóvenes, en las escuelas, entre los artistas y los obreros, en el mundo de la prensa, de la televisión y la radio, he puesto en ello todo mi ardor, utilizando todas mis capacidades.
No me he reservado nada, ni siquiera la vida.
Mientras estaba así, apasionadamente inmerso en la acción, me encontré con la derrota de la ingratitud, del rechazo a colaborar, de la incomprensión de los amigos, de la falta de apoyo de los superiores, de la enfermedad y la debilidad, de la falta de medios...
También me aconteció, que en pleno éxito, cuando era objeto de aprobación, de elogios y de apego para todos, fui imprevistamente removido y se me cambió de papel. Heme aquí, pues, poseído por el aturdimiento camino a tientas como en la noche oscura.
¿Por qué, Señor, me abandonas? No quiero desertar de tu obra. Debo llevar a término mi tarea, terminar la construcción de la Iglesia... ¿Por qué atacan los hombres tu obra? ¿Por qué le quitan su sostén? Ante tu altar, junto a la Eucaristía, He oído tu respuesta, Señor: «¡Soy yo al que sigues, no a mi obra! Si lo quiero me entregarás la tarea confiada. Poco importa quién tome el puesto; es asunto mío. Debes elegirme a Mí».
“En el aislamiento en Hanoi (Vietnam del Norte), 11 de febrero de 1985, memoria de la aparición de la Inmaculada en Lourdes.”
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