¿A QUÉ DERROTA LLEGAS, MUCHACHO? (José Luis Martín Descalzo)
Siempre impresiona releer artículos como este, del gran
maestro del humanismo: José Luis Martin Descalzo, que comparte con Don
Gregorio, (Dr. Gregorio Marañon) una misma singularidad : se abra por donde se abra cualquiera de sus
libros, siempre se encuentra algo que resulta enriquecedor y estimulante para
el alma y que aporta luz a las circunstancias vitales de cada día.
¿A QUÉ DERROTA
LLEGAS, MUCHACHO?
Me ha angustiado tu carta de hoy, muchacho. ¡Te muestras tan
seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de “haber madurado”! Te juro que he
temblado al percibir esa punta de desprecio con la que hablas de tus años
juveniles, de tus sueños, de aquellos ideales que –dices- “eran, sí, hermosos,
pero irrealizables”. Ahora, me explicas, te has adaptado a la realidad y, con
ello, has triunfado. Tienes un nombre, una buena casa, un cierto capital, una
familia… Exhibes todo eso como si fueran joyas en el escote de una dama. Sólo,
en medio de tanto orgullo, se te escapa un diminuto relámpago de nostalgia al
reconocer que “aquellos absurdos sueños eran, cuando menos, hermosos”.
Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del doctor
Schweitzer que desde hace veinte años me persigue. Me gustaría que te lo
aprendieras de memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:
“Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez
en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al
modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y
convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria
de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él.
Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado
de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu
pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, y ahora ya no lo es.
Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha
visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una
cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente
sus provisiones, y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor
agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y sed.”
Leí estas palabras cuando yo era poco más que un muchacho. Y
no me han abandonado nunca. Porque he visto en ellas el retrato exactísimo de
cientos de vidas.
¿Es cierto, entonces, que crecer es tan terrible? ¿Vivir es
simplemente ir abandonando? ¿Eso que llamamos “madurez” es casi siempre puro
envejecimiento, simple resignación, ingreso en los cuarteles de la mediocridad?
Me gustaría, amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te
atrevieses a repasas esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo a
qué derrotas llegas, seguro de que de ahí deducirás lo que te queda de humano.
La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad.
Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante
que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta
tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad; que, con ésta, “no se
va a ninguna parte” y que, aunque diga el refrán que la mentira tiene las
piernas muy cortas, los mentirosos saben avanzar muy bien en coche. Abres los
ojos y ves cómo a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tú
también, muchacho, sonríes, tiras de la levita, abres puertas, sirves de
alfombra, tiras por la borda la incómoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la
primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma.
La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la
confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos. ¿Quién
podría engañarnos Si de nadie somos enemigos, ¿cómo lo sería alguien nuestro? Y
ahí ya está esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o,
incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no
logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El
hombre es malo, pensamos. Rodeamos de hilo espinado nuestro castillo interior,
ponemos puente levadizo para llegar a nuestra alma. El alma forrada de
cuchillos es nuestra segunda derrota.
La tercera es más grave porque ocurre en el mundo de los
ideales: uno ya no está seguro de las personas, pero cree en las grandes causas
de la juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o cuales
ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres fallen,
éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas mejores, que
la demagogia es más “útil” que la verdad, y que, no con poca frecuencia, bajo
una gran bandera hay un cretino más grande. Se descubre que el mundo no mide la
calidad de las banderas sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa
triunfante a un buena derrotada? Ese día otro trozo del alma se desgaja y se
pudre.
La cuarta batalla es la más romántica. Creemos en la
justicia y la santa indignación se nos sube a los labios. Gritamos. Gritar es
fácil, llena nuestra boca, da la impresión de que estamos luchando. Luego
descubrimos que el mundo nunca cambia con gritos y que, si alguien quiere estar
con los despellejados, ha de perder su piel. Y un día descubrimos que no se
puede conseguir la justicia completa y empezamos a pactar con pequeñas
injusticias, con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en la cuarta
pelea.
Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo es
recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos
eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede
dialogarse con éstos sí pero con aquellos no. No pasará mucho tiempo sin que
decidamos “imponer” nuestra paz violenta,
nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota. ¿Queda aún algo de
nuestra juventud?
Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas
que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un día las llamamos
“ilusiones”, un día nos explicamos a nosotros mismos que “no hay nada que
hacer”, que “el mundo es así”, que “el hombre es triste”.
Perdida esta sexta batalla del entusiasmo, al hombre ya sólo
le quedan dos caminos: engañarse a sí mismo creyendo que ha triunfado,
taponando con placer y dinero los huecos del alma en los que habitó la
esperanza, o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro barco marcha a
la deriva y que estamos hambrientos y vacíos, sin alma.
Me gustaría que, al menos, te quedara esta angustia, amigo
que hoy me escribes. Y que tuvieras aún el valor suficiente para preguntarte a
qué derrota has llegado, muchacho.
LOCOS SANTOS
Esos tres tipos de seres están no sólo en las novelas de
Greene sino también en nuestra vida cotidiana:
1- El género de los que se «amoldan» es el más
abundante: cubre posiblemente al noventa por ciento de la Humanidad. Son seres
que se resignan a los carriles marcados.
2- El segundo tipo de
seres es menos frecuente, aunque todavía es abundante. Estos tuvieron una
juventud ardiente y disconforme… Pero pronto se dieron cuenta de que la vida
les iba llenando de heridas. Y prefirieron fabricarse un gueto.
3- Otros decidieron
mantener su rebeldía. Decidieron pensar por cuenta propia. En lo religioso
apostaron por Dios, pero pusieron muchos interrogantes a todas las bandejas en
las que se lo servían. Sabían que lo importante no era llegar a ninguna parte,
sino llegar a ser. Sentían miedo a ratos, pero jamás se sentaban a saborear su
propio miedo. Buscaban. Buscaban. Creían
en la justicia. Sabían que siempre estaría en el horizonte, por mucho que
caminasen hacia ella. No se avergonzaban de sus lágrimas, pero sí de que su
corazón no hubiera crecido nada en las últimas horas. Y la gente pensaba que
fracasaban. Y tal vez ellos también lo temían a ratos. Pero estaban vivos, tan
vivos que no se detenían a pensarlo por
miedo de perder un momento de vida. Morían sin haber dejado de ser jóvenes.
Unos les llamaban locos y otros santos.
José Luis Martín Descalzo
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