viernes, 1 de noviembre de 2013

¿A QUÉ DERROTA LLEGAS, MUCHACHO? (José Luis Martín Descalzo)



¿A QUÉ DERROTA LLEGAS, MUCHACHO? (José Luis Martín Descalzo)

Siempre impresiona releer artículos como este, del gran maestro del humanismo: José Luis Martin Descalzo, que comparte con Don Gregorio, (Dr. Gregorio Marañon) una misma singularidad :  se abra por donde se abra cualquiera de sus libros, siempre se encuentra algo que resulta enriquecedor y estimulante para el alma y que aporta luz a las circunstancias vitales de cada día.

 ¿A QUÉ DERROTA LLEGAS, MUCHACHO?
Me ha angustiado tu carta de hoy, muchacho. ¡Te muestras tan seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de “haber madurado”! Te juro que he temblado al percibir esa punta de desprecio con la que hablas de tus años juveniles, de tus sueños, de aquellos ideales que –dices- “eran, sí, hermosos, pero irrealizables”. Ahora, me explicas, te has adaptado a la realidad y, con ello, has triunfado. Tienes un nombre, una buena casa, un cierto capital, una familia… Exhibes todo eso como si fueran joyas en el escote de una dama. Sólo, en medio de tanto orgullo, se te escapa un diminuto relámpago de nostalgia al reconocer que “aquellos absurdos sueños eran, cuando menos, hermosos”.

Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del doctor Schweitzer que desde hace veinte años me persigue. Me gustaría que te lo aprendieras de memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:

“Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, y ahora ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones, y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y sed.”

Leí estas palabras cuando yo era poco más que un muchacho. Y no me han abandonado nunca. Porque he visto en ellas el retrato exactísimo de cientos de vidas.

¿Es cierto, entonces, que crecer es tan terrible? ¿Vivir es simplemente ir abandonando? ¿Eso que llamamos “madurez” es casi siempre puro envejecimiento, simple resignación, ingreso en los cuarteles de la mediocridad?

Me gustaría, amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te atrevieses a repasas esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo a qué derrotas llegas, seguro de que de ahí deducirás lo que te queda de humano.

La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad; que, con ésta, “no se va a ninguna parte” y que, aunque diga el refrán que la mentira tiene las piernas muy cortas, los mentirosos saben avanzar muy bien en coche. Abres los ojos y ves cómo a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tú también, muchacho, sonríes, tiras de la levita, abres puertas, sirves de alfombra, tiras por la borda la incómoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma.

La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos. ¿Quién podría engañarnos Si de nadie somos enemigos, ¿cómo lo sería alguien nuestro? Y ahí ya está esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o, incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El hombre es malo, pensamos. Rodeamos de hilo espinado nuestro castillo interior, ponemos puente levadizo para llegar a nuestra alma. El alma forrada de cuchillos es nuestra segunda derrota.

La tercera es más grave porque ocurre en el mundo de los ideales: uno ya no está seguro de las personas, pero cree en las grandes causas de la juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o cuales ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres fallen, éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas mejores, que la demagogia es más “útil” que la verdad, y que, no con poca frecuencia, bajo una gran bandera hay un cretino más grande. Se descubre que el mundo no mide la calidad de las banderas sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a un buena derrotada? Ese día otro trozo del alma se desgaja y se pudre.

La cuarta batalla es la más romántica. Creemos en la justicia y la santa indignación se nos sube a los labios. Gritamos. Gritar es fácil, llena nuestra boca, da la impresión de que estamos luchando. Luego descubrimos que el mundo nunca cambia con gritos y que, si alguien quiere estar con los despellejados, ha de perder su piel. Y un día descubrimos que no se puede conseguir la justicia completa y empezamos a pactar con pequeñas injusticias, con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en la cuarta pelea.

Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo es recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede dialogarse con éstos sí pero con aquellos no. No pasará mucho tiempo sin que decidamos “imponer” nuestra paz violenta,  nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota. ¿Queda aún algo de nuestra juventud?

Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un día las llamamos “ilusiones”, un día nos explicamos a nosotros mismos que “no hay nada que hacer”, que “el mundo es así”, que “el hombre es triste”.

Perdida esta sexta batalla del entusiasmo, al hombre ya sólo le quedan dos caminos: engañarse a sí mismo creyendo que ha triunfado, taponando con placer y dinero los huecos del alma en los que habitó la esperanza, o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro barco marcha a la deriva y que estamos hambrientos y vacíos, sin alma.

Me gustaría que, al menos, te quedara esta angustia, amigo que hoy me escribes. Y que tuvieras aún el valor suficiente para preguntarte a qué derrota has llegado, muchacho.

LOCOS SANTOS


Esos tres tipos de seres están no sólo en las novelas de Greene sino también en nuestra vida cotidiana:

 1-  El género de los que se «amoldan» es el más abundante: cubre posiblemente al noventa por ciento de la Humanidad. Son seres que se resignan a los carriles marcados.

2-  El segundo tipo de seres es menos frecuente, aunque todavía es abundante. Estos tuvieron una juventud ardiente y disconforme… Pero pronto se dieron cuenta de que la vida les iba llenando de heridas. Y prefirieron fabricarse un gueto.

3-  Otros decidieron mantener su rebeldía. Decidieron pensar por cuenta propia. En lo religioso apostaron por Dios, pero pusieron muchos interrogantes a todas las bandejas en las que se lo servían. Sabían que lo importante no era llegar a ninguna parte, sino llegar a ser. Sentían miedo a ratos, pero jamás se sentaban a saborear su propio miedo. Buscaban. Buscaban.  Creían en la justicia. Sabían que siempre estaría en el horizonte, por mucho que caminasen hacia ella. No se avergonzaban de sus lágrimas, pero sí de que su corazón no hubiera crecido nada en las últimas horas. Y la gente pensaba que fracasaban. Y tal vez ellos también lo temían a ratos. Pero estaban vivos, tan vivos que no se detenían a  pensarlo por miedo de perder un momento de vida. Morían sin haber dejado de ser jóvenes.

Unos les llamaban locos y otros santos.

José Luis Martín Descalzo

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