martes, 30 de julio de 2013

Lo más precioso e importante




Quienes me leen saben el cariño que yo le tengo a Juan XXIII. He conocido en mi vida a seis Papas y creo que puedo enorgullecerme de haber querido a los seis. Pero, ¿cómo ocultar que mí mejor cariño, el rincón más caliente de mis recuerdos es para el Papa Roncalli? Y no le quiero sólo porque fuese Papa, porque ocupara ese puesto tan querido para todo cristiano verdadero: le quiero, sobre todo, porque no creo que en este siglo haya existido un alma tan limpia como la suya, o al menos, ninguna que a mí me haya parecido tan honda y transparente.

Hoy, por ejemplo, he vuelto a releer aquella carta que escribió a sus padres al cumplir él los cincuenta años, y encuentro en ella un milagro de rústica sabiduría. Dice así:

"Queridos padres:
No quiero terminar este día, que es el primero de mí quincuagésimo aniversario, sin una palabra especial para vosotros a quienes debo la vida. Bendigamos juntos a la Providencia y sigamos confiando en ella en la vida y en la muerte. Esta es la mejor manera de vivir: Confiar en el Señor, conservar la paz del corazón, echar todo a buena parte, obrar con paciencia y hacer el bien a todos y nunca el mal.
Desde que salí de casa a los diez años de edad, he leído muchos libros y aprendido muchas cosas que vosotros no podíais enseñarme. Pero lo poco que aprendí de vosotros en casa es ahora lo más precioso e importante que sostiene y da vida y calor a las demás cosas aprendidas después de tantos y tantos años de estudio y de enseñanzas"

¿Hace falta comentar este milagro? No voy a insistir en esas líneas que tan maravillosamente resumen lo que es una vida cristiana y feliz: «Confiar en el Señor, conservar la paz del corazón, echar todo a buena parte, obrar con paciencia y hacer el bien a todos y nunca el mal.» ¡Qué cinco gloriosas consignas! Cumplirlas bastaría para cambiar el mundo.

Pero sí quiero detenerme a comentar el último párrafo de la carta, ése en el que señala qué es para él «lo más precioso e importante» que ha recibido en su vida.

Hoy está de moda hablar mal de nuestros mayores. Charlas con jóvenes de diecisiete años y es raro el que está satisfecho de lo que ha recibido de sus padres. Conversas con gentes de mi generación y todos te cuentan el espanto que tuvieron que vivir en sus colegios: allí, por lo visto, lo único que hicieron fue torturarles, llenarles la cabeza de tabúes cuando no, además, manosearles.

Yo tengo que repetir que o soy un bicho raro que no se enteró de nada, o tuve una suerte fuera de serie. Y pienso que es posible que también yo, a mis diecisiete años, dijera tonterías de esas. ¿Quién, en esa edad, no ha tenido necesidad de reafirmar su personalidad naciente y no lo ha hecho hablando mal de sus mayores? ¿.Pero no sería también normal que, una vez que se le pasa a uno ese «pavo», empezara a reconocer que lo mejor de nuestra vida y de nuestra alma es precisamente lo que en nuestra primera infancia recibimos?

Al menos yo, proclamo, que mis padres me enseñaron más que los males de libros que después he leído, que lo más hondo de mi alma brota de ese hogar y, sobre todo, que «lo que hoy sostiene y da calor a todo lo demás» es lo que me dieron en mi casa. Las verdades decisivas, las raíces permanentes, lo que hace que hoy pueda yo mirar la vida con serenidad y alegría ¿a quién sino a mi madre y a mi padre se lo debo? Si algún monumento hay que levantar en nuestro mundo, es el que cada hombre debe erigir en memoria de sus padres.

Sé, claro, que no todos dirán estas cosas tan rotundamente como yo las digo. Cada uno tiene sus calvarios y los más agrios están en algunas infancias. Pero, aún así, yo pediría a todos mis amigos que limpien sus ojos antes de juzgar, que no opinen desde los resentimientos, que intenten comprender los fallos que tal vez sus padres tuvieron. Y que, después de reconocer todos los errores que quieran, se vuelvan amorosamente sobre sus raíces porque puede que encuentran en ellas mucho más amor del que se imaginan.

No estoy invitando al romanticismo del «hogar, dulce hogar». Pero sí precaviéndoles contra una de las más falsas modas de nuestro tiempo: la de quienes, para divinizar nuestro presente, necesitan enlodar todo el pasado, o la de quienes para justificar los fracasos de su vida, buscan los culpables en sus educadores. Eso es juego sucio.


Martin Descalzo


No hay comentarios:

Publicar un comentario