miércoles, 29 de mayo de 2013

El amor



El amor, en cambio, impulsa al cuidado de lo común y sobre todo del Bien común que potencia y beneficia los bienes particulares. Una política sin mística para los demás, sin pasión por el bien, termina siendo un racionalismo de la negociación o un devorarlo todo para permanecer por el solo goce del poder. Aquí no hay ética posible simplemente porque el otro no despierta interés.

Contemplar la forma en que Jesús vivió y transmitió su mandamiento del amor me inspira una reflexión: daría la impresión de que resulta débil para las pretensiones de potencialidad sin límites del hombre de hoy, quien parece mostrar una sed de poder que huye de toda sensación de debilidad. No soportamos vernos débiles. El diálogo y la búsqueda de las verdades que nos llevan a construir un proyecto común implican escucha, renuncias, reconocimiento de los errores, aceptación de los fracasos y equivocaciones… implican aceptar debilidad. Pero da la impresión de que siempre caemos en lo contrario: los errores son cometidos por “otros” y seguramente en “otro lado”. Crímenes, tragedias, pesadas deudas que debemos pagar por hechos de corrupción…pero, “nadie fue”. Nadie se hace cargo de lo que hay que hacer y de lo hecho. Parecería un juego inconsciente: “nadie fue” es, en definitiva, una verdad y quizás hemos logrado ser y sentirnos “nadie”.

Y respecto del poder: el ejercicio de buscar poder acumulativo como adrenalina es sensación de plenitud artificial hoy y autodestrucción mañana. El verdadero poder es el amor; el que potencia a los demás, el que despierta iniciativas, el que ninguna cadena puede frenar porque hasta en la cruz o en el lecho de muerte se puede amar. No necesita belleza juvenil, ni reconocimiento o aprobación, ni dinero o prestigio. Simplemente brota… y es imparable; y si lo calumnian o destruyen más reconocimiento incuestionable adquiere. El Jesús débil e insignificante a los ojos de los politólogos y poderosos de la tierra revolucionó el mundo.

El mandamiento del amor apunta a que sintamos el llamado a trabajar nuestra capacidad de amar. No es, sin más, un impulso puro de la naturaleza, sino un don que, desde nuestro natural y desde la iniciativa de Dios, nos consolida como personas si le damos cabida y cultivo. En cambio, sin amor el alma se marchita y endurece, se vuelve fácilmente cruel. No por nada nuestros antiguos tomaron el término castizo de “desalmado” para quien no tiene compasión ni consideración al otro. El amor inspira la nobleza en el escriba y en Jesús a pesar de pensar distinto. Y “nobleza obliga”. Jesús abre la puerta a construir el Reino; la confianza mutua, basada en la confianza en lo superior, nos facilita no sólo la convivencia sino el construir común de una comunidad nacional que nos beneficie.

El amor hoy nos invita a proceder sin cortoplacismos, ocupándonos de las generaciones que vienen y no entregándolas a tendencias facilistas. Nos invita a proceder sin relativismos inmaduros, displicentes y cobardes. Nos invita a proceder sin narcotizarnos frente a la realidad y sin psicología de avestruz escondiendo la cabeza ante fracasos y errores. El amor nos invita a aceptar que, en la misma debilidad, está toda la potencialidad de reconstruirnos, reconciliarnos y crecer.

Lejos de ser un sentimentalismo común, y una mera impulsividad, el amor es una tarea fundamental, sublime e irreemplazable que hoy se torna una necesidad para ser propuesta a una sociedad deshumanizada. Lo ha señalado en dos de sus Encíclicas el Papa Benedicto XVI quien nos recuerda que todo el ascenso de la maravillosa fuerza vitalizadora del amor de deseo del hombre no se completa ni ennoblece ni encuentra su real sentido último sin el Amor como Don que proviene de Dios. Sólo así viviremos nuestros esfuerzos, logros y fracasos con un sentido sólido y refundante, aunque sean mezclados y conflictivos como los de mayo de 1810. Ya conocemos hacia donde nos llevan las pretensiones voraces de poder, la imposición de lo propio como absoluto y la denostación del que opina diferente: al adormecimiento de las conciencias y al abandono. Sólo la mística simple del mandamiento del amor, constante, humilde y sin pretensiones de vanidad pero con firmeza en sus convicciones y en su entrega a los demás podrá salvarnos.

María de Luján, modelo de amor, de amor silencioso y paciente, no dejará de acompañarnos y bendecirnos al pie de nuestra cruz y en la luz de la esperanza.

Buenos Aires, 25 de mayo de 2012

Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.



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