miércoles, 13 de marzo de 2013

Esperando al nuevo Papa



Por Mons. Sergio O. Buenanueva 

"La fe hay que llevarla a la plaza pública, arriesgarse con ella y por ella. Solo así se la gana. La fe -decía el beato Juan Pablo II- se fortalece dándola". 

Uno de los objetivos de Benedicto XVI fue restablecer la plena ciudadanía visible de la fe cristiana en la plaza pública.

La fe no es una cuestión privada, que se viva en lo recóndito del alma. Tiene que ver con la vida concreta en todas sus dimensiones. Ni intimismo ni complejo de culpa. La fe es un gran sí a Cristo resucitado y, por lo mismo, un gran sí a todo lo humano. Un sí a la vida.

La fe se vive y se confiesa ante la mirada de todos. Con la fe ocurre como con aquellos talentos de la parábola: si se la esconde en un pozo, por miedo o vaya a saber qué, se la pierde. La fe hay que llevarla a la plaza pública, arriesgarse con ella y por ella. Solo así se la gana. La fe -decía el beato Juan Pablo II- se fortalece dándola.

La Iglesia, como comunidad de todos los que creen, es además obra de Dios, pero encarnada en la historia. Tiene un genuino espesor humano. Está hecha del barro de la tierra.

No es extraño entonces que todo lo que tenga que ver con la fe y con la Iglesia esté en boca de todos: la renuncia del Papa, su significado y motivaciones, el cónclave y la elección del nuevo Papa, etc. Van y vienen los comentarios, las quinielas y las interpretaciones.

Nada que objetar. Al contrario, es bueno que así ocurra (“buenísimo”, como se dice hoy). Obviamente, no todo lo que se dice tiene el mismo peso. Hay que saber distinguir.
Esta visibilidad pública de la fe significa también que los creyentes podamos hablar sin complejos de lo que creemos y de las motivaciones religiosas de nuestras opciones, incluso cuando tienen que ver con la vida ciudadana o la política.

Aquí, se imponen algunas puntualizaciones importantes.
No es extraño que se trate de interpretar los hechos eclesiales con categorías familiares o que se consideran más universales, como pueden ser las políticas o incluso las económicas. Así, la renuncia de Benedicto y el cónclave, por ejemplo, se leen en clave de poder, luchas internas, conservadores y progresistas, lobbies, quitar o mantener privilegios, etc.

No que estas cosas no se den. No somos ingenuos. Solo que hay que precisar bien el peso que realmente tienen. Porque estamos hablando de hechos que tienen una esencial dimensión religiosa.

Este dato suele pasarse por alto con demasiada facilidad, entre otras cosas, porque algunos comunicadores no entienden bien lo que significa la dimensión religiosa de la vida. No es extraño escuchar que si alguien dice que cree en Dios o que toma una decisión delante de Dios, se interprete que esto es así porque se siente solo, tiene hambre, esté deprimido o no sepa bien qué hacer con su vida.

Los maestros de la sospecha (Nietzsche, Marx y Freud) nos han enseñado a mirar con suspicacia cualquier declaración religiosa. Como si la profesión de fe atea fuera la única alternativa para ser considerado adulto, coherente y valiente. Excursus: pienso que, por el contrario, el ateísmo es la represión más grande del corazón humano. Cierro el excursus.

En la dimensión religiosa aparece en toda su profundidad el misterio que es el hombre, su intangibilidad, lo imposible (y peligroso) que resulta reducirlo a una sola de sus dimensiones. En su relación con Dios el hombre muestra el verdadero alcance de su libertad, de su razón, de la dignidad de su conciencia.

No conozco muchos cardenales. Puedo decir que los pocos que he tratado son realmente hombres de fe. Tendrán, sin duda, defectos y pecados como yo o cualquier persona. Pero son, por encima de todo, discípulos de Jesús que buscan con sinceridad escuchar y realizar en sus vidas la palabra de Dios. Con un añadido particular, propio de la vocación del pastor: buscan el bien de la Iglesia.

Aquí hemos dado un salto. No estamos interpretando un hecho religioso, tratando de respetarlo en su verdadera naturaleza. Estamos en el ámbito propio de la fe cristiana, tratando de interpretar un hecho de naturaleza teológica: la Iglesia y su misterio.

Solo la fe permite una lectura completa de la verdad profunda de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, pueblo de Dios y templo del Espíritu Santo.

No es la mirada fría y distante del observador neutral, sino la que nos involucra en primera persona. Es la mirada iluminada por la pasión por la Iglesia, esposa amada de Cristo. Una mirada así no solo es más comprometida, sino también más aguda, incluso más dolorida porque capta la malicia del pecado de quienes formamos la Iglesia y sus devastadoras consecuencias. Una mirada, por lo mismo, más sensible a la llamada a la purificación, a la reforma evangélica y a una genuina renovación eclesial.

Con esta mirada nosotros nos acercamos a este momento importante de la vida de nuestra Iglesia que es la elección del obispo de Roma, sucesor del apóstol San Pedro y pastor universal de la Iglesia.

Se trata de un hecho religioso, espiritual y eclesial, antes que político o administrativo.

Su protagonista es el Espíritu Santo que obra delicadamente en la conciencia de los creyentes, en este caso de los cardenales. Dios inspira, sugiere y sostiene la decisión libre del hombre. La respeta siempre, incluso cuando opta por el mal o el error. Por eso nuestra súplica es por su docilidad a la acción discreta del Espíritu. Que haya concordia entre ellos, paz, unidad, amor a la Iglesia y sentido sobrenatural de la fe.

Como ha dicho con perspicacia el cardenal de Nueva York: en las reuniones previas al cónclave se han escuchado muchos nombres. El más repetido ha sido el de Jesucristo.

Oficina de Prensa
Arzobispado de Mendoza

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