sábado, 2 de marzo de 2013

Dolor, perdón y generosidad

El regreso del hijo pródigo. Rembrandt



Del libro  EL REGRESO DELHIJO PRÓDIGO
H. Nouwen


Mirando el cuadro de Rembrandt, descubro tres aspectos de la paternidad misericordiosa: el dolor,
el perdón y la generosidad.
Puede parecer raro considerar el dolor como una forma de compasión, pero lo es. El dolor me hace
reconocer los pecados del mundo —incluídos los míos—, me estremece el corazón y me hace
derramar muchas lágrimas por ellos. No hay misericordia sin lágrimas. Si no son lágrimas que
salen de los ojos, tienen que ser lágrimas que broten del corazón. Cuando me paro a pensar en la
desobediencia de los hijos de Dios, en nuestra lujuria, nuestra codicia, nuestra violencia, nuestra
ira, nuestro rencor, y cuando los miro a través de los ojos del corazón de Dios, no puedo más que
llorar y gritar con dolor:
Mira, alma mía, cómo un ser humano intenta hacer daño a otro; mira cómo esos tratan de
perjudicar a sus compañeros; mira a aquellos padres molestando a sus hijos; mira cómo el amo
explota a sus trabajadores; mira a la mujer violada, al homtre maltratado, a los niños abandonados.
Mira, alma mía, el mundo; los campos de concentración, las cárceles, los reformatorios, las clínicas,
los hospitales y escucha los gritos de los pobres.
Este dolor es oración. Pero el dolor es la disciplina del corazón que ve el pecado del mundo, y es
también el doloroso precio para alcanzar la libertad sin la cual el amor no puede surgir. Estoy
empezando a ver que el dolor es una parte muy importante de la oración. El dolor es tan profundo
no sólo porque el pecado del hombre sea tan grande, sino también —y sobre todo— porque el
amor divino no conoce fronteras. Para llegar a ser como el Padre, cuya única autoridad es la
compasión, tengo que derramar incontables lágrimas y así preparar mi corazón para recibir a
cualquier persona, no importa cuál haya sido su trayectoria, y perdonarle desde ese corazón.
El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. Es a través del perdón
constante como llegamos a ser como el Padre. Perdonar de corazón es muy difícil. Casi imposible.
Jesús dijo a sus discípulos: tu hermano peca contra ti siete veces al día y otras siete viene a decirte:
'Me arrepiento', perdónalo. (Lc 17,4). Muchas veces digo , pero mi corazón sigue enfadado o
resentido. Quiero seguir escuchando la historia que me demuestra que después de todo tengo
razón; quiero seguir oyendo disculpas y excusas; quiero tener la satisfacción de recibir alguna
alabanza a cambio —¡aunque sólo sea la alabanza por haer perdonado!
Y sin embargo, el perdón de Dios es incondicional; surge de un corazón que no reclama nada para
sí, de un corazón que está completamente vacío de egoísmo. Es su divino perdón lo que tengo que
practicar en mi vida diaria. Es una llamada a pasar por encima de todos mis argumentos que me
dicen que el perdón es poco prudente, poco saludable y nada práctico. Me reta a pasar por encima
de todas mis necesidades de gratitud y atención. Por último, me exige pasar por encima de esa
parte de mi yo que se siente herida y agraviada y que desea mantener el control y poner algunas
condiciones entre el que me ha pedido perdón y yo.
Este es la auténtica disciplina del perdón. Tal vez sea más que . A menudo tengo que saltar el
muro de argumentos y sentimientos negativos que he levantado entre aquél al que quiero y no me
devuelve ese amor, y yo. Es un muro de miedo a ser utilizado o herido otra vez. Es un muro de
orgullo y de deseo de controlar. Pero cada vez que subo ese muro, entro en la casa donde habita el
Padre, y allí abrazo a mi hermano con un amor auténtico y misericordioso.
El dolor me permite ver más allá de mi muro y darme cuenta del sufrimiento tan horroroso que
resulta del extravío humano. Abre mi corazón a una auténtica solidaridad con los otros seres
humanos. El perdón es la vía para saltar este muro y acoger a los otros en mi corazón sin esperar
nada a cambio. Sólo cuando recuerdo que soy el hijo amado soy capaz de acoger a aquéllos que
quieren volver a mí con la misma misericordia con la que el Padre me acoge a mí.
La tercera vía para llegar a ser como el Padre es la generosidad. En la parábola, el padre no sólo
entrega a su hijo todo lo que le pide, sino que cuando vuelve lo cubre de regalos. Y a su hijo mayor
le dice: (Lc 15,31) No hay nada que el padre se guarde para sí. Se vacía de sí mismo y entrega todo
a sus hijos.
Ofrece más de lo que se supone que un hombre al que se le ha ofendido puede dar; se da a sí
mismo sin reservas. Los dos hijos lo son para él. Desea entregarles toda su vida. La manera como
entrega al hijo menor la túnica, el anillo y las sandalias, y la forma como es recibido, así como la
manera como anima al hijo mayor para que acepte ocupar su lugar en el corazón del padre y se
siente a la mesa junto a su hermano menor, dejan claro que todas las fronteras del comportamiento
patriarcal se han roto. Este no es el cuadro de un padre extraordinario. Es el retrato de Dios, cuya
bondad, amor, perdón, cuidado, alegría y misericordia no conocen límites. Jesús presenta la
generosidad de Dios usando todas las imágenes de su cultura, aunque transformándolas
constantemente.
Para llegar a ser como el Padre, tengo que ser tan generoso como Él. Así como el Padre se da a sus
hijos por entero, así yo tengo que darme por entero a mis hermanos y hermanas. Jesús deja muy
claro que el darse a sí mismo es la marca del verdadero discípulo. (Jn 15,13)
Este darse es una disciplina porque no es algo que salga de manera espontánea. Como hijos de la
oscuridad que caminan a través del miedo, del propio interés, de la codicia y del poder, nuestros
grandes motivadores son la supervivencia y el instinto de conservación. Pero como hijos de la luz
que saben perfectamente que el amor ahuyenta todo miedo, es posible dejar a un lado todo lo que
tenemos en contra de los otros.
Como hijos de la luz, nos preparamos para llegar a ser verdaderos mártires: personas que con sus
vidas dan testimonio del amor sin límites de Dios. Darlo todo supone ganarlo todo. Jesús expresa
esto con toda claridad cuando dice: (Mc 8,35)
Cada vez que avanzo un paso hacia la generosidad, sé que me muevo del miedo al amor. Pero al
principio estos pasos son duros de dar porque hay demasiadas emociones y sentimientos que me
retienen. ¿Por qué tendría que gastar mi energía, tiempo, dinero, e incluso atención, con alguien
que me ha ofendido? ¿Por qué tendría que compartir mi vida con alguien que me ha faltado al
respeto?
Porque... la verdad es que, en sentido espiritual, el que me ha ofendido pertenece a mi , a mi . La
palabra incluye el término que también lo encontramos en las palabras , y Este término, del latin
genus y del griego geno, se refiere al hecho de pertenecer a una clase. Generosidad es un dar que
viene del saberse parte de ese vínculo íntimo. La verdadera generosidad actúa desde el
convencimiento —no desde el sentimiento— de que todos a los que se me pide que perdone son y
pertenecen a mi familia. Y cada vez que obre así, esta verdad se me hará más visible. La
generosidad crea la familia que cree en ella.
Dolor, perdón y generosidad son, por tanto, las tres vías mediante las que la imagen de Padre
puede crecer en mi interior. Son tres aspectos de la llamda del Padre a estar en casa. Como el
Padre. Lo mismo que el Padre, ya no estoy llamado a volver a casa como el hijo menor ni como el
mayor, sino a estar en casa para que sus hijos puedan volver y ser acogidos con alegría. Es muy
duro estar simplemente en casa . Es muy duro estar simplemente en casa y esperar. Es un esperar
con dolor por aquéllos que se han marchado y un esperar con la esperanza de poder ofrecer
perdón y una nueva vida a los que vuelvan.
Como el Padre, tengo que creer que todos los deseos humanos pueden encontrarse en casa. Como
el Padre, tengo que estar libre de la necesidad de vagar y alcanzar una infancia perdida. Como el
Padre, debo saber que mi juventud se ha ido y que jugar a juegos de juventud no es más que un
intento ridículo de ocultar la verdad de que soy viejo y estoy cercano a la muerte. Como el Padre,
tengo que atreverme a llevar la responsabilidad de ser una persona espiritualmente adulta y
atreverme a confiar en que la verdadera alegría y plenitud sólo pueden venir de dar la bienvenida
a casa a aquéllos que están heridos, amándoles con un amor que no pida ni espere nada a cambio.
En esta paternidad espiritual hay un terrible vacío. No hay poder, ni éxito, ni fama, ni satisfacción
fácil. Pero ese mismo vacío es el lugar de la verdadera libertad. Es el lugar donde , donde el amor
no tiene ligaduras y donde puede encontrarse la verdadera fuerza espiritual.
Cada vez que alcanzo dentro de mí ese vacío terrible y fértil, sé que puedo acoger a cualquiera sin
condenarle y que puedo ofrecerle esperanza. Allí soy libre para recibir las cargas de los demás sin
necesidad de evaluar, categorizar o analizar. Allí, en ese estado completamente libre de todo juicio,
puedo engendrar una confianza liberadora.
Una vez, cuando visitaba a un amigo que se estaba muriendo, experimenté este vacío de forma
inmediata. No sentí ningún deseo de hacerle preguntas sobre su pasado o de hacer especulaciones
sobre el futuro. Simplemente estábamos juntos, sin miedo, sin ningún sentimiento de culpabilidad
o de verguenza, sin preocupaciones. En ese vacío, podía sentirse el amor incondicional de Dios y
podíamos decir lo que dijo el viejo Simeón cuando cogió al niño en brazos: (Lc 2,29) Allí, en medio
de un vacío terrible, había una confianza plena, una paz completa, una alegría total. La muerte ya
no era una enemiga. Había vencido el amor.
Cada vez que alcanzo ese vacío sagrado de amor que no pide nada, el cielo y la tierra tiemblan y
hay una gran Es la alegría por los hijos e hijas que vuelven. Es la alegría de la paternidad
espiritual.
Vivir esta paternidad espiritual requiere la disciplina radical de estar en casa. Como persona que
se rechaza y que siempre está buscando afirmación y afecto, me resulta imposible amar sin pedir
nada a cambio. Pero la disciplina consiste precisamente en dejar de querer hacerlo por mí mismo,
como si de una proeza heroica se tratara. Para descubir por mí mismo la paternidad espiritual y la
autoridad misericordiosa que le pertenece, tengo que dejar que el hijo menor rebelde y el hijo
mayor resentido salten a la plataforma para recibir el amor incondicional y misericordioso que me
ofrece el Padre y descubrir allí la llamada a como mi Padre
Entonces los dos hijos que están dentro de mí pueden transformarse poco a poco en el padre
misericordioso. Esta transformación me lleva a que se cumpla el deseo más profundo de mi
corazón intranquilo. Porque, ¿puede haber alegría más grande que tender mis brazos y dejar que
mis manos toquen los hombros de mis hijos recién llegados, en un gesto de bendición?

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